El urbanismo de la pandemia

Por Arquintro
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Salimos a observar el día, la atmósfera que ofrece la ciudad o la aldea urbanizada… el espacio global, con el deseo de encontrarnos con una lectura ordenada del paisaje y sus secuencias, que invite a la cercanía, queriendo ser agradecidos por poder discurrir sosegados dentro de los espacios que transitamos.

Armonizar los caminos de una urbe es complejo, por la variedad de tareas que soportan, las infinitas preferencias de las personas que los transitan y las dificultades para conciliar los variados sistemas e intereses.

Cada enclave tiene señas de identificación para ser aprendido y dar el sentido razonado que muestra en su recorrido. Miguel Aguiló (El paisaje construido, 1999) clasifica sus componentes de desarrollo en tres tipos distintos: el medio físico, la actividad de la gente y el significado. Es muy deseable que estos tres factores puedan observarse en el deambular callejero de cualquier entorno —como leguaje identificativo de la vida social construida para la convivencia armoniosa—, pero la realidad del crecimiento de muchas ciudades posmodernas presenta sorpresas que conforman un panorama menos optimista.

Las urbes transformadas por la pandemia presentan dificultades para la circulación de los viandantes, con frecuentes muestras de tenderetes de mal amaño ocupando el recorrido de la geografía, dejando imágenes de improvisación y falta de soluciones programáticas apropiadas.

El escenario que se observa frecuentemente ofrece una instantánea que refleja presión urbanística, especulación y baja calidad arquitectónica, sabiendo que la especulación puede ser compatible con la calidad proyectual de muchos objetos o construcciones, si quienes los proyectan asumen su compromiso profesional. O sea, que junto a la dejadez política y el interés desmesurado de ciertos sectores económicos, también se produce la colaboración de distintos sectores corporativos, que se convierten en partícipes del reparto del pastel. Y así, aparecen diferentes implicados (de distinta forma y con distinto beneficio) fuera y dentro de los lugares hechos para las personas: desde quienes promueven, planifican y desarrollan, hasta quienes ponen el último tornillo.

Queremos decir que el orden urbanístico (la armonización de la ciudad) es el resultado de la acción de actores interesados y vinculados por la fuerza económica que generan, pero también sucede por la permisividad de una masa social acrítica o pasiva frente a los despropósitos ofrecidos desde las instituciones responsables de velar por la racionalidad espacial. Así es que, de las actitudes y programaciones de la vida dentro (del territorio, de las ciudades y aldeas, de los edificios familiares, de los espacios laborales…), se desprenden las percepciones y sensaciones que nos produce el discurrir por los caminos que transitamos en cada lugar, en cada momento.

El panorama crecido artificialmente que nos familiariza bajo el sol y la luna desde la aparición de los núcleos edificados siempre nos presenta extraordinarios acontecimientos, pero sobresalen algunos nuevos en los tiempos recientes, entre los que destaca la pandemia de la Covid19, por el impacto y las consecuencias que ha tenido a escala mundial.

Su llegada vino marcada por una sucesión de contradicciones entre las instituciones políticas y científicas, siendo sorprendente la notable falta de previsión y determinación por parte de ambos sectores. Una de las consecuencias de dicha situación fue la falta de eficacia a la hora de ingeniar soluciones didácticas o de manejabilidad de los espacios, tanto en las construcciones sanitarias, como en las de recreo o de uso familiar, de manera que sobresalían notablemente las ocurrencias y la torpeza programática de las soluciones poco fundadas. Cuando no hay certezas sobre un peligro, no se le pueden aplicar soluciones técnicas.

Al miedo por el riesgo de contaminación y de las graves consecuencias previsibles del virus sobre la salud y la economía, se unió la desmesurada búsqueda de alternativas precarias en sus formas y modos. Y entre tanta preocupación manifestada por múltiples sectores sociales, se han hecho bien notables las medidas adoptadas por los gestores de actividades de recreo para salvar sus quiebras económicas, cuya actitud es una respuesta razonable por derecho propio para resolver el sustento de muchas familias.

Ahora bien, los sucesos de una coyuntura como esta, en la que todas las personas nos hacemos solidarias, no han de convertirnos en reos que tengan que soportar el desaguisado urbanístico de ocupación de calles, plazas y jardines al que han dado lugar. Las urbes transformadas por la pandemia presentan dificultades para la circulación de los viandantes, con frecuentes muestras de tenderetes de mal amaño ocupando el recorrido de la geografía, dejando imágenes de improvisación y falta de soluciones programáticas apropiadas.

Esperemos que esta práctica no se convierta en un derecho de ocupación vitalicia y que se ponga un orden adecuado a esta situación, antes de que las consecuencias de la Covid se conviertan en una pandemia de caos urbanístico en las ciudades.

Es deseable que se retorne al uso debido y respetuoso de los derechos de todas las personas y entidades afectadas, para que la situación no se convierta en un “dejar hacer” hasta que los conflictos, que tantas veces se reiteran, superen a las iniciativas loables.

El momento debe aprovecharse para convertir los locales y espacios de uso privado y público en lugares de recepción segura y amable, que además respeten las limitaciones personales, las funciones laborales y la rentabilidad de sus objetivos. Hay que trabajar en favor de que las actividades ofrezcan atmósferas articuladas para satisfacer a quienes se sirven de su presencia y que los espacios de ocio puedan disponer la entrega de sus eventos con la mejor complacencia del público. Frente a la proliferación de múltiples ruidos (no solo acústicos), hay que hacer que nuestros lugares conduzcan a una vida saludable.

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