Las cartas magnas de los Estados democráticos reconocen la idea de la vivienda como una necesidad humana prioritaria. Recogen, así, los acuerdos adoptados por la Asamblea de Naciones Unidas sobre derechos humanos. Según el artículo 25: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido y la vivienda”.
Siguiendo este mismo principio, ONU-Hábitat recibió de la Asamblea General el mandato de “promover ciudades y asentamientos urbanos social y ambientalmente sostenibles”, con el fin de proporcionar “vivienda adecuada para todos y desarrollo sostenible de los asentamientos humanos en un mundo en proceso de urbanización” (Hábitat II, Estambul, 1996).
Si bien parece que la ONU está tratando de impulsar el cumplimiento de este importante acuerdo universal, el panorama real dista mucho de estar próximo a aportar una solución adecuada al problema de la vivienda. Convertido el sector habitacional en un suculento negocio especulativo, se hace muy complejo que puedan cumplirse principios de tanta carga retórica institucional para el verdadero ejercicio del derecho social a la vivienda. Esto, a pesar de la insistencia de ONU-Hábitat.
En su tercera Conferencia, celebrada en 2016 en Ecuador, renovó su objetivo de “lograr que las ciudades y asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”. A pesar de ello, una buena parte de la humanidad continúa viviendo a la intemperie o en habitáculos precarios.
Ahora bien, en el supuesto de que pudiera ser creíble que nos aproximáramos en tiempo observable a la solución de disponer de una vivienda para la mayoría de las familias necesitadas –ya no para toda la humanidad-, aún quedaría por resolver otra cuestión: el concepto de «vivienda adecuada».
Las leyes no contemplan este concepto más allá de expresiones eufemísticas sin ningún ánimo de efectividad. Claro, es que las leyes no pueden establecer las particularidades habitacionales apropiadas para cada familia o cada persona. Es un problema del sector y de especialización profesional. Y, del mismo modo que el problema sobre la determinación de la vivienda adecuada no se puede resolver con normas ineficientes, tampoco se resuelve con memorias proyectuales de lenguaje arrogante. La determinación de la idoneidad de los espacios habitables exige una formación específica, muy específica, de los campos de las arquitecturas y las ingenierías, cuando menos.
Es cierto que entonces entramos en otro debate, de nueva retórica en estos tiempos de posmodernismo, cargados de kitsch académicos y monótonas tertulias opinadoras sobre todo lo que sucede y que mueve mucho dinero. Las primeras páginas inductoras de opinión se llenan con artículos en los que casi toda referencia a lo habitable se asocia a una idea rutinaria del vocablo “estética”, al margen del valor armónico que nuestros sabios clásicos aplicaban para definir la observación de la hermosura. La contemplación de la hermosura es una capacidad perceptiva humana para producir sensaciones, no una propiedad de los objetos.
La vivienda solo alcanzaría una calidad aceptable y una estética adecuada con la resolución ponderada de su completa funcionalidad (higiénica, operativa, acústica, térmica, óptica, odorífera y de satisfacción cultural). Cualquier otra cosa resultaría en distintos modelos deficientes o de infravivienda, por muchos oropeles que le cuelguen y adornos lingüísticos que llenen rotativas o acuerdos institucionales. Cuando menos, nos enfrentamos a un parque habitacional carente de confort, que es lo que ofrece el gran mercado del hormigón habitacional, plagado de los típicos aposentos rimbombantes de memorias justificativas seriadas.
Y es tan intenso el poder indicativo del hermoseo que ha pasado a formar parte de las expresiones más vulgares de agentes notables del lenguaje fácil, dando lugar a interpretaciones bien vagas sobre nuestras capacidades perceptivas y las relaciones cotidianas con el ambiente y los objetos de nuestras casas. Con esta perversión del lenguaje se elude la responsabilidad y se justifica la idoneidad de cualquier entorno “bien pintado”, pasando igualmente por alto el derecho de las personas usuarias a disponer de un hogar sano, resuelto conforme a sus necesidades vitales.
Queremos decir que, a partir del lenguaje, establecemos criterios para hacer uso de los objetos y el espacio que nos rodea y para suscitar sugerencias de soluciones. Entonces, volvemos al principio, porque disponer de un techo, de un lugar cerrado con puertas y ventanas, agua, electricidad y teléfono no supera per se el ranking de infravivienda. Una vivienda digna ha de ajustarse a las exigencias climáticas y ambientales de cada lugar, pero como principio fundamental de armonización habitacional, se ha de tomar como referencia sine qua non la condición particular de las demandantes: economía, enclave y habitus (Pierre Bourdier). A partir de estas premisas se pueden establecer los criterios que dan lugar a la vivienda sana, próxima al completo estado de salud, que, según la OMS: “es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente una ausencia de enfermedades”.
Es más, tenemos el interrogante fundamental que se refiere a cómo quieren y pueden vivir las demandantes de un hogar. A este respecto, a partir de nuestra propia experiencia, hemos podido observar una realidad que puede resultar contradictoria en cuanto al modo en el que personas de muy diversa formación y labores profesionales hacen uso de su vivienda.
Es bastante frecuente la similitud entre las resoluciones de organización y amueblamiento que podemos encontrar en moradas de personas con una menor formación académica, si las comparamos con las de otras tituladas universitarias, por poner un ejemplo. Más concretamente, podemos decir que se aprecia un desconocimiento de funciones que son propias de actividades del hogar y se manifiesta la conservación de hábitos familiares, étnicos, de grupo… También se observan carencias orientativas respecto a la funcionalidad de la organización de la vivienda, con confusiones frecuentes entre el ánimo de opulencia, ostentación y apariencia y las necesidades reales de los habitantes, que habrían de ordenarse y resolverse como aspectos prioritarios.
Lo que demuestra lo anterior es que el hecho de saber más de algo (un campo o cultura académica, por ejemplo) no implica saber más de todo. En la utilización de lugares para convivir se evidencian regularmente esas carencias de adaptación espacial y esa falta de aprendizaje de usos propios.
Esto implica que estamos en un camino de largo recorrido en la confrontación entre los intereses económicos de la especulación y las acciones corporativas, la calidad de vida de la población (de toda) y el poder político de las instituciones.
Para superar esta situación es imprescindible elevar la cultura habitacional en general, que habrá de ser desarrollada por equipos pluridisciplinares, procurando el diálogo natural del barrio, de la familia y de cada usuaria, como solución inicial al ajuste de precios y a la calidad de nuestros hogares y demás construcciones de humanidad.